24 febrero 2007

Otra vez Antoine

Perdón pero vuelvo a Truffaut y Los cuatrocientos golpes. Se me da por ahí.
Un momento de gran significación en la película: Antoine Doinel (protagonista entrañable) es echado de la clase. Su compañero de banco protesta en solidaridad con él y el maestro lo amenaza: “¿Quiere irse echado usted también?”No me molestaría”, responde altivo el chico. “Con que no... ¡fuera de acá! ¡Castigado!”Seguramente esto va en contra de la ley”, protesta el chico, sobreactuando. Su uso de la palabra “ley”no es inocente, es una referencia al protocolo de los mayores, a una fórmula secreta (¡ábrete sésamo!), casi mágica, a ver qué ocurre con ella cuando se la invoca, qué efecto tiene. “¡Ya le voy a mostrar yo quién dicta la ley, insolente!”, grita el maestro fuera de sí mientras se lleva al chico a la rastra. Con lo que queda claro que la ley es patrimonio (precisamente) de los padres, de las autoridades. En todo caso, de los mayores. La ley se aplica para someter y, si fuera el caso, castigar; para apaciguar a esos cuerpos jóvenes entregados a una serie incesante de movimientos, a una especie de fuga de sí mismos. Los niños deben ser educados, dirigidos, adaptados; sus fuerzas neutralizadas. O sea civilizados. Como mostraría Truffaut más adelante en El niño salvaje, en donde la ciencia ( esta vez bienintencionada, teñida de progresismo) quiere moldear a ese chico criado en los bosques, quiere humanizarlo, incluirlo (por la fuerza) en el mundo en el que mandan los adultos (los adultos tienen la razón). De algún modo, hay un realismo potente en Truffaut. De pronto, las imágenes que valen la pena están en las calles, en la anécdota mínima, en la vida capaz de latir en la humedad que hay en la pupila de un ojo.
Truffaut podría haber acuñado la siguiente frase: el cine es la continuación de la vida por otros medios.

29 enero 2007

Rock 'n' Roll Music

Qué misterio Compañero Asma. Está visto que Hernán Espejo –el hombre detrás del nombre- no le teme a nada. En su música hay, quizás antes que ninguna otra cosa, un goce. ¿Qué son si no esas “líneas de fuga”, líneas mágicas por las cuales su música se dispara, se extiende, quiere abrazar el mundo -mundo por el que viaja y nos hace viajar, dicho esto en sentido estricto pues su mundo es de música, como el mundo de Schopenhauer?
Temeridad y goce. Pasión por “las músicas” que componen la música. Su música es el rock pero es como si él descreyera de la solemnidad a veces enorme y paralizante de esa pequeña palabra –esa “roca”, todo un peso sobre las espaldas de millones de aficionados, músicos o no. El rock puede también ser el credo de un fascismo nuevo, un panteón que brilla y da miedo, como una ciudad dorada, como la Nueva Jerusalén fascina y llena de temor a los creyentes. Compañero Asma trae de regreso (aunque él no es el único) la idea de un rock libre, el escándalo de un pequeño arte que rehúsa ser categorizado, jerarquizado. Canciones en inglés, a veces en castellano, a veces en francés. Canción “acústica”, pero también Electrónica, rock “clásico”, kraut rock. Pacientemente, Hernán Espejo construye su ética de retazos, su Historia Del Rock hecha de fragmentos abandonados, de discursos rotos, de voces casi apagadas. Como la figura del científico loco, casi siempre trabaja solo, quizás aislado, tocando prácticamente todos los instrumentos, escuchando esas melodías dentro de su cabeza.
La memoria como expansión de la experiencia, verdadera herramienta liberadora que “abre puertas”, aunque sean muchas (y la llave una, como canta en su tema What part of the house is this? “... Tantas habitaciones para una sola llave” ). La memoria como tesoro, colección “privada” de recuerdos “públicos” (puesto que lo que se recuerda es la Historia, los avatares del rock, y su incidencia en un cuerpo ) que se actualizan en un goce, una expansión sin fronteras, un territorio prácticamente infinito de lenguas y cadencias.
Aquí no nos declaramos en contra del rock en castellano, muy por el contrario, lo reivindicamos con fuerza, hacemos de esa reivindicación una práctica constante. De lo que se trata – al final siempre se trata de eso- es de hacer la defensa de un rock sin ataduras, sin el peso de la costumbre, del lastre de la pereza, de un rock –precisamente- no comprometido. De una música que grite o que haga un silencio de muerte pero que haga algo, que choque contra sus propios márgenes. Que delire. Como se sugiere en la nota a propósito de Flopa: que invente su propia noción de lo extranjero. En las letras cantadas en otro idioma, Compañero Asma acaso encuentre esa atracción de “lo otro”, esa tentación de estirarse, de ensanchar los límites, de averiguar hasta dónde se puede cantar el “rock nacional”. Y lo hace ahora, justamente ahora que el rock en castellano está instituido (es una institución), que tiene un lugar que no se cuestiona. Con gesto malicioso (pero lleno de amor) titula uno de sus discos National Rock. Homenaje y cuestionamiento, familiaridad y extrañeza que se trasladan al oyente. En definitiva, nunca nos son del todo ajenas las canciones de Compañero Asma. ¿Cómo podrían serlo si están hechas de reminiscencias, de reverberaciones, si su materia es, al fin, la materia de todo el rock? Los oídos de Hernán Espejo son también los nuestros.

26 diciembre 2006

Top Ten (discos)

No hace falta mucha aclaración: mis discos preferidos del año. Todos ellos discos de rock, qué se le va a hacer. Uno es más bien perezoso y suele inclinarse por aquello que (sabe) le proporcionará una satisfacción casi segura. En definitiva: la música que más me gustó de este año. Cosas bastante "clásicas" (término a revisar), más modernas otras. Todo bastante sencillito, creo yo. Los que lean pueden protestar, discutir, putear. Para eso estamos.

1) HOY – Pez
2) I AM NOT AFRAID OF YOU AND I WILL BEAT YOUR ASS – Yo La Tengo
3) CANCIONES PARA LA JUVENTUD vol. I – Juan Ravioli
4) RATHER RIPPED – Sonic Youth
5) MODERN TIMES – Bob Dylan
6) RINGLEADER OF THE TORMENTORS – Morrisey
7) THE LIFE PURSUIT – Belle and Sebastian
8) SON – Juana Molina
9) BROKEN BOY SOLDIERS – The Raconteurs
10) THE GREATEST – Cat Power

12 octubre 2006

Modernos

El personaje llamado Antoine Doinel es Jean-Pierre Léaud, el actor que lo encarna. Pero, también (de un modo no demasiado lejano), es François Truffaut, su creador.
Parece que un día Truffaut entra a un café y un tipo le dice: "Ayer lo vi en la tele". Pero resulta que el que había aparecido el día anterior por televisión, en un fragmento de película, no era Truffaut sino Jean-Pierre Léaud. O sea: se había producido un evidente caso de mimetismo entre un actor y su director. Jean-Pierre Léaud era, quizás, diez años más joven que Truffaut y, aunque algún aire tenían, no eran tan parecidos físicamente al punto de que pudieran confundírselos por la calle. Sin embargo, el parroquiano tenía razón en cierto modo, su intuición era correcta: había algo entre los dos, una corriente secreta; un parentesco. Finalmente: sí, cuando Truffaut eligió a Jean-Pierre Léaud para que apareciera por primera vez en la pantalla en su película Los cuatrocientos golpes se vio (a sí mismo) reflejado en el chico.
Los cuatrocientos golpes es la historia breve (o una breve historia, pues Antoine madura demasiado deprisa) de ese chico. Y de Truffaut. Y de Francia. Y de un ajuste de cuentas. El cine francés toma las calles una década antes de Mayo del 68. Contrariando al grueso de la cinematografía de Francia hasta ese momento, se filma en locaciones, sin decorados, sin caras conocidas, sin el sostén de (pre) textos prestigiosos. Con equipos reducidos. Todo está en la cámara y en los actores. Hay una manera de hablar, de reír, de desplazarse, de aguantar el llanto, de armar un cigarrillo, de recibir un cachetazo, de ser zamarreado, de leer un libro: habrá emoción en los rostros o no habrá nada. La madre de Antoine ignora soberanamente a su hijo, no sentimos el odio de ella porque parece un sentimiento demasiado fuerte como para expresarse: todo se resuelve en una indiferencia glacial. Pero el odio es un corazón tibio, siempre palpita, no descansa nunca. Y como Truffaut nos sugiere sutilmente que Antoine es el fruto de un amorío pasajero (un caso de "seducción y abandono") nos enfrentamos con lo inevitable: ella odia a su hijo. En tanto, el padrastro hace lo que puede. Lo tolera buenamente (débilemente): el hombre es un pobre tipo, acosado por las quejas y el mal humor de su mujer, no sabe qué hacer con el mal comportamiento del chico, por lo que delegará la responsabilidad de su educación en las autoridades (el colegio primero, la policía después. Finalmente, el orfelinato).
Con una sensibilidad nueva, inaugural, Truffaut sigue los pasos del apenas adolescente Antoine como si fuera su sombra (se sigue a sí mismo) y hace, quizás por única vez, cine político. Porque, ¿quiénes representan la hipocresía, el autoritarismo, la delación, incluso la crueldad en esta película? La familia, la escuela, los mayores en general. En resumidas cuentas, la Francia vieja. Aquella que quince años atrás toleraba (sin mayores muestras de disgusto, acaso más bien lo contrario) el desfile de las tropas nazis frente a sus narices. Por una relación metonímica, el cine viejo era el del país viejo: un cine cómplice. Los cuatrocientos golpes es lo nuevo.

05 octubre 2006

Clásicos

De pronto, uno se puede topar con un puñado de imágenes inolvidables. La (re)visión de viejas películas es capaz de depararnos momentos gratísimos. No voy a extenderme aquí acerca de las bondades del cine norteamericano del período llamado clásico (para muchos: el mejor cine que haya existido jamás) pero qué diferencia con el cine norteamericano que se hace ahora, en donde para encontrarse con una película buena tiene que ocurrir alguna clase de milagro. Que el cinéfilo deba convertirse en arqueólogo no es una buena noticia.

Sólo se vive una vez es una película de 1937, dirigida por el alemán expatriado Fritz Lang. A Lang le gustaba contar cosas extravagantes de sí mismo, era medio versero y un gran cineasta. La primera película que filmó en EE.UU había sido Fury, cuyo final debió cambiar porque resultaba demasiado desolador para todo el mundo. Lang hizo el cambio por cuestiones comerciales y quedó disconforme con el film, del que renegó durante mucho tiempo. Al año siguiente filmó Sólo se vive una vez, con temas parecidos. Un hombre perseguido por la ley. Pero, también, película “carcelaria”, película “de juicio”; finalmente, película de pareja trágica que huye.

Lang era un gran lector de diarios, le interesaban las noticias, los sucesos policiales. De allí extraía ideas para sus argumentos. Esto se remonta hasta la época de su película M, en la que el caso periodístico de un asesino de niños sirvió de origen al personaje principal de la película. Así, todo el “clima” de Sólo se vive una vez trasmite una sensación de opresión y angustia casi documental. Se hace evidente que Lang está en busca de una especie de verismo, de efecto de realidad. Su mentado pesimismo respecto del hombre y sus circunstancias se acentúa. Eddie y Joan, la pareja de outlaws que protagoniza la película, pueden unir fuerzas y luchar por sus vidas (esperan un hijo, lo que no hace sino agregar más dramatismo a la última parte de la trama), pueden confiar ciegamente en que el amor que los une podrá salvarlos. Pero todo parece sellado de antemano. Huyen de la policía en un auto con los vidrios acribillados a balazos y la lluvia se les mete por la ventana. Lang no se priva en esos momentos de breves escenas de ternura, que al final resultan simpáticas, incluso (voluntariamente) graciosas: Eddie le acomoda una manta a Joan (porque debe cuidarse en “su estado”) y le ofrece una lata de leche condensada que ella empieza a tomar de un agujero ¡presumiblemente producido por una bala!
El Padre Nolan, un cura bonachón al que Eddie ha matado en un momento de la historia, en su infinita misericordia cristiana (esa misericordia es infinita porque no tiene límites: se extiende más allá incluso de su propia vida) llama a su matador para que se le una en “la morada de Dios”. Las puertas (del Cielo) están abiertas, dice su voz. Como antes lo estuvieron también las de la prisión de la que Eddie se ha escapado. Con lo que queda claro, como en las metáforas de la narrativa cristiana a las que Lang a veces es tan afecto, que la vida es una cárcel, un lugar de sufrimiento (un valle de lágrimas, dicen los cristianos). Esta escena podría parecer un poco ñoña, un poco ridícula. Pero, segundos antes de ese llamado del cura (desde el más allá ), Lang había hecho aparecer un elemento que viene a enturbiarlo todo, a bajar las cosas de las alturas celestes a las que podrían haberse encaminado. Una mira telescópica. La policía tiene cercado al protagonista que vaga ya sin esperanzas con el cuerpo de su mujer en brazos mientras el espectador está en un hilo, mirando angustiado. Como el director se encarga de explicarle a Peter Bogdanovich en el libro Fritz Lang en América, esa toma subjetiva de la mirilla telescópica de un rifle, a través de la cual se ve al personaje, crea una efecto de suspenso: los policías, ¿disparan, no disparan? O sea, efecto de empatía. O más bien de simpatía: el espectador comprende al protagonista, se preocupa por él aunque sin ponerse en su lugar (que sería la empatía). Porque el resultado de ese breve momento no deja de ser irónico: el espectador ha tomado el lugar de las autoridades, sus miradas confluyen en una; mira a Eddie como un cazador a su presa. Lo tiene en la mira. De un solo golpe, Lang parece resumir en esa escena la ambigüedad moral de su película. No tanto, ¿de qué lado estoy? sino más bien ¿de qué lado están ustedes, los que miran? Como en algunas de sus películas del período alemán (período “expresionista”, término que el director rechazaba), en las que Siegfried Kracauer ha querido ver metáforas anticipatorias del ascenso de Hitler, motorizado por el comportamiento de las masas, Lang no quiere dejar tranquilo al espectador. De algún modo, en tanto testigo privilegiado, lo hace responsable.
Moral, castigo, sed de venganza. Fritz Lang parece narrar una y otra vez el drama de un hombre que se enfrenta no sólo a su naturaleza (humana, demasiado humana), renuente a aceptar normas, sino al carácter punitivo de la sociedad cuando esas normas no son acatadas.

24 agosto 2006

El fulgor (2da parte): Juan Ravioli

En algún momento, más temprano que tarde, iba a haber que hablar de él, de este prodigio, este tipo de patas largas y flaco como un junco, este músico casi secreto: Juan Ravioli. Hasta ayer las noticias de su existencia llegaban de manera prácticamente cifrada. La página de internet de un grupo fantasma (París 1980), alguna que otra canción en forma de demo o de ep bajable, apariciones públicas aquí y allá, no en todas partes pero sí con la gente que importa (Ariel Minimal y Flopa más que nada); alguna canción en la radio. Aparte de eso, nada. Misterio y más misterio. La promesa eterna de un disco que demoraba ya demasiado tiempo, con la consiguiente dosis, calculo yo, de frustración y desaliento. Y ahora por fin se acaba la espera. El disco ya está aquí para admiración de todos. Su nombre: Álbum para la juventud. Vol. 1. Título (también) promisorio, luminoso en cierto modo. Juan P. Ravioli cumple y dignifica, todo a un tiempo. Los nombres que vienen primero a la mente pueden decirse, no son un problema, algunos de ellos son ilustres en el arte de las grandes canciones, como Nick Drake, Elliot Smith, Spinetta. Pero no deja de ser una comodidad la referencia a ellos, una demostración de pereza. La verdad es que al momento de escuchar este disco prodigioso pasan cosas. Uno se pregunta, ¿es posible un disco de canciones así? ¿Así: tan alejado de todo lo que se lleva, tan alevosamente distinto?
Un disco de carácter solitario, entonces. Pero nunca un disco frágil, un disco desamparado. La autoridad de este Álbum para la juventud es realmente algo como para apreciar. Oír para creer. Esta música goza de una especie de robustez digna de ver, una musculatura, una vitalidad insólita. Para los que lo habíamos visto a Ravioli tocando en un formato más pequeño, más austero si se quiere, aquí sorprende despachando con igual solvencia, cuerdas, caños, extraños sonidos salidos de quién sabe dónde. De su cabeza y de su pecho, seguro. Ese temple de acero del que hablaba. Porque verdaderamente hay que decir que el tipo se encuentra cómodo en casi cualquier situación: es decir, una guitarra acústica podría bastarle pero no. De sideman de Flopa cuando la ocasión lo requiere (suele oficiar de bajista en el grupo actual de la chica, pero también tecladista, segunda o tercera guitarra si es necesario, whatever) a esta dirección de orquesta, a esta verdadera nave del espacio (exterior), Ravioli hace el viaje ida y vuelta y le sobra siempre el aire.
Aunque de ningún modo podría llamárselo un artista alegre (por suerte, porque de ésos ya hay muchos), también está lejos del marketing de la melancolía, toda una tentación que contribuyen a crear en conjunto algunos músicos y algunos críticos. Estas canciones, más bien, lo que hacen es bordar una zona de inefabilidad, una especie de calma trémula: canciones lentas, a veces puntuadas por breves irrupciones, por parpadeos, por intromisiones; canciones de rock espacial (que conforman qué, ¿una nueva ola de psicodelia porteña? Quizás) que se van ensanchando a veces hasta alcanzar el pico de un ruido intenso, una disonancia o acaso un fragmento tomado prestado a la llamada música contemporánea. En suma, música que busca ampliarse, tocar sus límites por un momento y luego retraerse, como quien roza con las yemas de los dedos un vórtice de fuego (con suma delicadeza: la mano debe saber retirarse a tiempo).
Este es un disco que escucho una y otra vez, un preferido absoluto. Como dirían los mayores: para atesorar. Con Álbum para la juventud. Vol. 1 Juan P. Ravioli ha hecho sin dudas la gran aparición del rock argentino de este año.

08 agosto 2006

Yo no kurto esa música

Que Kurt Cobain se había transformado demasiado rápidamente en un mito ya lo sabíamos. Y los signos palpables de ese mito eran los corrientes. Posters, remeras, muñequitos, memorabilia de todo tipo y color: lo normal. Esos objetos que llenan las manos trémulas del fan, que acaparan su atención, que entran en circulación y dan cuenta, precisamente, de una permanencia en el tiempo, algo así como un deseo de vida después de la muerte.
En el BAFICI tuve oportunidad de ver Last Days, la película de Gus Van Sant que toma muy libremente los últimos días, o las últimas horas más bien, del músico norteamericano. Parece que el cineasta conoció bien a Cobain y que tuvieron incluso alguna amistad, lo que no es un dato menor: Van Sant no es un admirador sino, si acaso, un amigo (y uno noble además), lo que coloca a su película lejos, lejísimos, tanto del oportunismo acrítico como de la fascinación macabra. Last Days se remite a registrar obsesivamente los pasos tambaleantes de un pobre diablo, alguien a quien prácticamente todas las cosas del mundo le son ajenas; una suerte de buen salvaje (la primera imagen lo muestra bañándose en un río en el medio del bosque) cuyo destino trágico uno puede inferir directamente de las imágenes aunque desconociera el desenlace real de Cobain. Van Sant repite un tópico que se está haciendo central en su cine, por lo menos en sus últimas películas (Gerry, Elephant, Last Days): los jóvenes que se encaminan irremediablemente hacia la muerte (tema que en la Argentina ha tomado con mucha eficacia Ezequiel Acuña en su película Como un avión estrellado).
Ahora se han traducido al castellano y aparecen en forma de libro los Diarios de Kurt Cobain. Que se decida editar hasta el diario personal de un músico tan definitivamente mediocre como Cobain pone en evidencia hasta que punto el negocio de la música necesita de estas muertes jóvenes para alimentar una mitología del rock. Y da un ejemplo, además, del peso que a aún conserva la literatura (en todas sus formas) cuando se quiere legitimar definitivamente a un artista. En el caso de Bob Dylan y su autobiografía por lo menos teníamos un libro bastante mal escrito pero por un músico imprescindible. Allí el merecido prestigio musical de Dylan abría expectativas, infundadas pero legítimas después de todo, acerca del interés de su desempeño literario. En el caso de Cobain y Nirvana qué se puede decir. Que había bandas contemporáneas y afines infinitamente mejores pero que no vendieron ni la décima parte de discos que ellos. Bandas y solistas que los inspiraron (The Pixies y The Replacements, por ejemplo) pero, qué desgracia para el showbiz, no terminaron con sus cantantes muertos. ¿Tendremos un diario personal extraordinario escrito por un músico a todas luces irrelevante? Por los adelantos del libro que se han leído por ahí, esas frases epigramáticas (claro, si es un diario), esas sentencias cargadas de solemnidad y de autoconciencia, no parece. Después de leer eso, uno va por caso a los diarios de Ernst Jünger, compara, y le entran ganas de emular al buenazo de Kurt y pegarse un tiro. Se me dirá que soy injusto poniendo en la balanza a un escritor consagrado y a un músico de rock que jamás ha aspirado a convertirse en escritor. Pero, entonces, ¿qué necesidad hay de estos diarios si no es la de hacer que los fans de Nirvana vacíen sus bolsillos?.
Andrés Calamaro dijo una vez que esperaba que Seattle fuera recordada en el futuro por ser la ciudad de Jimi Hendrix y no de Kurt Cobain. Todo dicho.